lunes, enero 16, 2006

Cuentos: El Ciclista serial

     Yo, que de pibe miraba las películas de detectives en el Gran Splendid y soñaba con ser un gran investigador, hacer grandes deducciones, estudiar el perfil psicológico del asesino… ¡Qué mierda de perfil psicológico! Tuve que pasarme veinte mugrosos años siguiendo pistas truchas: ¡Veinte años como jefe de investigaciones de la Bonaerense Seccional Lomas de Zamora!; persiguiendo a cocainómanos de cuarta, preguntando por bailanteros borrachos a putas y travestis, escrutando los gestos de noctámbulos bebedores de cerveza y aspirando ese olor a grasa de paty en las pancherías de Yrigoyen. Averiguaciones en las remiserías con chóferes que se creen Fangio y si los apurás un poco no saben ni lo que es un cigüeñal.
     Toda esa vulgaridad me tuve que tragar yo, el jefe de investigaciones Aristóbulo García. Un genio entre mediocres.
     Pero todo empezó a cambiar aquel maravilloso veintiuno de octubre del año mil novecientos noventa y ocho, miércoles a la tarde, día en que me asignaron la investigación que bauticé con el nombre de: “El Caso del Ciclista Serial”.
     Al estilo de los grandes detectives mi escuadrón de investigaciones es mínimo: un detective —o sea yo— y mi ayudante; nada más. Qué me vienen con grupos de diez tipos que siguen la pista de un vendedor de remeras falsificadas y terminan hablando del partido del domingo por walkie-talkie. Nada de eso; yo soy un clásico, al estilo Sherlock Holmes: el sagaz detective García y su inseparable ayudante Amadeo.
     Amadeo es un tipo fiel y servicial, aunque un poco raro. Es el ayudante ideal: cumple órdenes y jamás hace preguntas. Nadie sabe bien de dónde vino. Un día lo vi caminando como perdido por la comisaría y lo adopté como a un perro. Me sigue a todos lados y más de una vez me ayudó en asuntos que venían mal paridos. Pero en el caso del ciclista serial los dos tuvimos que esforzarnos al límite: ¡Qué lindo caso, carajo!
     Se trataba de unos cinco asesinatos perpetrados en la vía pública en distintos lugares del partido de Lomas de Zamora. En los cinco casos no había motivos ni sospechosos evidentes. El móvil de robo había sido descartado, lo cual me llevó a pensar en algún psicópata del estilo de los asesinos seriales. Con las escasas pruebas que tenía –pruebas recogidas por los peritos en los lugares del crimen– me aboqué a elaborar una hipótesis que pudiera vincular los asesinatos entre sí. Tras dos semanas de arduas investigaciones, de crear y descartar hipótesis, tras litros y litros de mate, una noche, en la soledad de mi despacho, la mente se me iluminó y llegué a la verdad. Entonces comencé a escribir mi informe. De manera frenética escribí toda la noche: sin detenerme, sin dudar; como los héroes realizan sus hazañas. La gloriosa imagen del general San Martín pegada en una de las paredes de mi despacho fue el único testigo de mi afiebrado ímpetu. A la mañana siguiente, cuando Amadeo entró a la oficina, me encontró dormido con la lapicera en la mano, exhausto, sobre el escritorio. Mi informe estaba terminado.
     Me despabilé y le pedí que preparara una carpeta para presentarle el informe al comisario; entonces las cosas se empezaron a complicar.
     —Ciclista se escribe con ce, Amadeo —me acuerdo que le dije cuando lo vi escribir el nombre del caso sobre la carpeta de cartón marrón clarita (el color que usamos en las investigaciones secretas). Pero las dificultades no iban a ser solo de índole ortográfica. Algo difícil a nivel “institucional” se nos estaba por presentar.
     Rápidamente nos dirigimos al despacho del comisario Garrido y entramos sin llamar: como es propio en quienes llevan entre manos un asunto que no admite dilaciones. Luego de leer mi informe sobre el caso, el comisario soltó su apresurada y errónea conclusión.
     —¿Qué es esta pavada del ciclista serial, García? —yo pensé, «esas palabras te las vas a tener que tragar una por una, una por una»
     Acto seguido me dispuse a exponer con lujo de detalles los pormenores de mi investigación:
     —Señor comisario. Empezaré por los indicios más evidentes e iré hilando las deducciones hasta culminar mi exposición con la más sutil demostración que usted jamás haya visto en sus numerosos años de experiencia como Amigo del Orden. Tome. Observe esta fotografía del primer asesinato —el comisario tomó la foto con sus rollizos y peludos dedos, me apresuré a aclararle. —Es una foto tomada por los peritos en el lugar del hecho: la esquina de Dardo Rocha y Moldes, localidad de Llavallol. En el centro se ve la víctima echada en el piso boca abajo. Una vecina que a las seis de la mañana salió a baldear la vereda realizó el macabro hallazgo y llamó de inmediato a la policía. En el vértice superior izquierdo puede verse la rueda trasera de una bicicleta tirada en el piso. En ningún lugar del informe el perito hace referencia al mencionado rodado —con tono socarrón agregué—: qué le vamos a hacer; seguro un inexperto.
     Entonces hice una pequeña pausa. Me mojé los labios con la lengua y volví a arrancar con renovados bríos.
     —Segunda foto reveladora. Asesinato de Norberto Garrafa, esquina de Irala y Machado: misma localidad, mismo asesino —Amadeo le alcanzaba las fotos al comisario mientras yo iba y venía por el cuarto sin detener mi exposición—. Un joven remisero de la zona aseguró haber visto por las inmediaciones a un individuo de sexo masculino vestido con las ropas propias de los ciclistas: calza azul brillante y remera fucsia pegada al cuerpo. La víctima recibió una conmoción en la zona craneal derecha mientras que en la zona dorsal se pueden ver dos sospechosas rayas negras. Los peritos no aclaran con qué sustancia fueron realizadas. Me permito conjeturar que eran las llantas de la rueda del asesino, quien, luego de chocar a la víctima, le pasó por encima con su rodado macabro: un auténtico psicópata. Tercera foto; tercer asesinato: Suipacha y San Rafael, Turdera. Nombre del occiso: Aldemar Darragueira. Se puede ver a la desgraciada víctima echada de costado sobre la acera. Le sangra la boca y tiene un brazo extendido hacia la derecha.
     En este punto hice una nueva pausa, me incliné sobre el escritorio del comisario y le lancé mi pregunta. De prepo, como se debe hacer en estos casos.
     —Comisario, dígame si ve algo sospechoso.
     Ante la negativa, Amadeo le acercó una lupa.
     —Mire con la lupa, señor comisario. Mire ese punto gris al costado de la rodilla izquierda de la víctima.
     —¿Qué es eso? ¡No veo una mierda, García! No se me haga el misterioso que no estoy para perder el tiempo —las palabras de un mediocre. Nunca entendí como ese hombre había llegado a ocupar semejante cargo.
     —Mi estimado señor comisario, ese minúsculo punto marrón que a cualquier otro investigador del montón le hubiera pasado inadvertido: ¡es un gomín! Para ser más específicos: el gomín de la rueda de una bicicleta de competición. Las sucesivas ampliaciones que mi fiel ayudante Amadeo ha realizado, con los escasos medios de los que disponemos en el laboratorio fotográfico, son más que elocuentes. Ese gomín pertenece a la bicicleta del ciclista serial. Y si los peritos incompetentes que usted tiene hubieran recogido aquella prueba, ya tendríamos en nuestras manos al asesino.
     Solté mi conclusión con voz grave y decidida a la vez que daba un fuerte puñetazo sobre el escritorio. El comisario seguía sin dar crédito a mis observaciones y me insultaba con las expresiones más soeces que se puedan imaginar. Pero nada detuvo mi ímpetu por llegar a la verdad: seguro que aquellos eran los mismos insultos que recibiera Galileo cuando le contaba al verdulero de la esquina que era la tierra la que giraba y no el sol. Así de injusta es la plebe con los talentos de avanzada.
     El tono de los insultos del comisario fue subiendo hasta que empezó a gritarme, descontrolado. Cuando vi que estaba a punto de tirar mi informe por el aire decidí jugar mi ultima carta: El as en la manga del Inspector Aristóbulo García.
     —Amadeo; el mapa de Lomas de Zamora, por favor. Cuélguelo en la pared —dije con tono tranquilo y esta novedad aplacó los ánimos del comisario que me miraba desde su sillón con los ojos abiertos como el dos de oro.
     Amadeo se apuró a desplegar el inmenso mapa y lo pegó sobre la pared con unos pedazos de cinta adhesiva. Luego, saqué de mi bolsillo un puñado con cinco chinches negras y las fui clavando en el mapa una por una en el sitio justo donde se había producido cada asesinato. Ante los ojos incrédulos del comisario coloqué la última e hice un silencio para ver si se daba cuenta de algo.
     —¿Qué carajo es esto, García?
     —Señor comisario —le contesté, sin hacer caso a sus insultos— ¿Qué forma geométrica han formado las chinches clavadas sobre el mapa?
     —Ninguna, García.
     Entonces, con la misma serenidad con la que un experimentado jugador de bochas se arrima al bochín, extendí mi mano hacia el mapa y coloqué la chinche roja en el punto justo:
     —Esta chinche roja marca el lugar donde se producirá el siguiente asesinato: con ella se completa la figura que usted no ha podido distinguir. ¿Qué ve ahora?
     —Bueno… ahora se ve algo parecido a un círculo —contestó el comisario, dubitativo.
     Al fin parecía comprender mi hallazgo; aunque le faltaba dar el siguiente paso en el razonamiento
     —¿Y qué forma geométrica tienen las ruedas de las bicicletas?
     —¡Redondas, García!, ¡redondas! —contestó fastidiado.
     Entonces, con la maestría de los grandes, me dispuse a poner la cereza sobre el almendrado
     —Mire qué detalle curioso, señor comisario: ¿en qué lugar se ubica la chinche roja? —ahí nomás le solté mi pregunta; me sentía envalentonado y seguro— ¡Contésteme!
     —¡Qué se yo! ¡Déjese de hincharme las pelotas, García!
     —La chinche roja está ubicada en el velódromo del Parque Municipal de Lomas de Zamora. ¡Allí será perpetrado el próximo asesinato!, ¡allí se completa el círculo de la muerte!, ¡la rueda del crimen! ¡La circunferencia macabra del ciclista serial!
     Me acuerdo de las palabras del comisario tras mi brillante exposición
     —¡Váyase a la reconcha de su madre, García! ¡Por qué no se alquila una de detectives y se deja de joder por acá!
     Al día siguiente me relevaron del caso.
     Estoy acostumbrado a la incomprensión: es el precio que se paga por ser un genio; pero obviamente, no me quedé con los brazos cruzados. Después del laburo, junto con mi inseparable ayudante, nos fuimos a la bicicletería de Don Cosme y nos aprovisionamos de todo lo necesario: para mí una bicicleta de competición, casco, gafas, botellita, inflador, gomines de repuesto y calza violeta fosforescente; y para Amadeo una elegantísima bicicleta de paseo inglesa color azul: algo clásico, para no despertar sospechas. Cargamos el bolso con unos sanguches de miga, el termo, el mate y la cuarenta y cinco y arrancamos con las bicis por Molina Arrotea.
     Ni bien llegamos al velódromo, le pedí a Amadeo que se pusiera a preparar unos mates mientras yo hacía un breve reconocimiento del lugar: caminaba alrededor de la pista de ciclismo mientras sacudía los brazos simulando entrar en calor.
     El carácter macabro de aquel sitio empezó a presentárseme de inmediato. Desde los carteles con indicaciones autoritarias e intolerantes, hasta lo hostil y adusto del gesto de los ciclistas que circulaban veloces por la pista. Un chapón con letras negras pintadas sobre un fondo blanco decía: “PROHIBIDO”, —en rojo—, “jugar al fútbol en las cercanías de la pista”. “NO”, —en rojo otra vez—, “circular con bicicletas de paseo por el andarivel interior”. Otro cartel pegado sobre un tacho de basura decía: “NOSOTROS los ciclistas nos merecemos un lugar digno. Arroje aquí la basura”. Otro: “Sr. ciclista, ejemplifique: Deposite aquí su basura”. Este tipo de carteles, claramente autoritarios y elitistas, no se encontrarían, por ejemplo, en una pista de atletismo o en una cancha de fútbol. El carácter mafioso de este grupo empezó a perturbarme; a veces desearía no ser tan agudo en las observaciones; pero qué le vamos a hacer, así vine de fábrica.
     Nunca pude entender qué es lo que le ven estos tipos al hecho de estar dando vueltas y vueltas sobre esos caños con ruedas: ningún cristiano puede quedar bien de la cabeza después de darle y darle a la pedaleada durante horas. Hay algo de obsesivo y siniestro en esa relación simbiótica del ciclista y su bicicleta; a veces parecen confundirse el uno con el otro como el asesino con su arma.
     Luego de dar una vuelta completa a la pista vuelvo al lugar donde había dejado a Amadeo: ¡El muy fresco se ha puesto a charlar con el cuidador del parque! Hacen todo tipo de comentarios sobre el tiempo, la lluvia que no llega y que sé yo cuantas boludeces más. Lo llamo con voz firme. Al escucharme pega un salto y se despide del cuidador; viene corriendo con el termo en la mano y me ceba un mate, apurado, para que no lo rete por su distracción.
     —Tómese un amargo, jefe; tenga —me dice con tono servicial mientras me acerca el mate.
     —¡Amadeo! —le lanzo el grito severo— No me llame jefe. No se da cuenta de que estamos en una operación secreta. ¡No sea pelandrún!
     —Tiene razón, no me di cuenta. Disculpe, jefe.
     «Es inútil», pienso, mientras le doy una chupada al mate y miro hacia la pista. Amadeo es así, un poco salame; pero es leal y compañero. Todo no se puede en esta vida.
     Nos sentamos en unas gradas bajo unos árboles frondosos: son unos tablones de madera dispuestos para los espectadores que se agolpan en los días de competencia los fines de semana. Frente a nosotros desemboca la recta final, donde unos cuadrados blancos pintados sobre el asfalto marcan la llegada. Luego viene una curva pronunciada y la pista se aleja por una recta de unos doscientos metros de largo. En ese punto la cinta asfáltica vuelve a girar y se pierde entre unos eucaliptos gigantes, para reaparecer a nuestra izquierda, donde comienza la recta final que completa el trayecto.
     —Estoy seguro de que el asesino se encuentra entre nosotros —le comento a Amadeo y le devuelvo el mate: Ojo clínico, Amadeo; ojo clínico.
     —Usted es un grande, un incomprendido —afirma Amadeo y se queda mirándome como un perro que espera una caricia o algo de comida.
     Nos quedamos así por un instante, sonriendo. Es un momento de infinita comprensión entre nosotros. Me dan ganas de abrazarlo, de abrazarlo con fuerza, pero un jefe no puede permitirse semejantes efusividades.
     —Usted también es un grande, Amadeo —y Amadeo se sonroja como si fuera un chico al que han retado. Luego mira hacia el piso y se pone a juguetear con el pie removiendo la tierra.
     Los mates van y vienen en silencio mientras observo a los ciclistas que pasan veloces como meteoritos: satélites que describen una órbita estúpida girando alrededor de un sol que no existe. No son más de diez. Ninguno parece haber reparado en nosotros.
     En la curva, a nuestra derecha, dos tipos se han detenido a un costado de la pista y charlan sin bajarse de sus bicicletas. Uno lleva un casco bordó que parece salido de una película de guerras interplanetarias y unas ajustadas calzas amarillas que le resaltan los músculos de las pantorrillas. Su compañero toma agua de una botellita de plástico que luego ajusta al caño de la bicicleta y por un momento los dos me miran en silencio. No quiero apresurarme pero los rasgos del sujeto de calzas amarillas son los propios de los asesinos seriales: pómulos salientes, cráneo chico y la cabeza fina que termina con una mandíbula en punta. No en vano he leído y releído el genial trabajo de Cesare Lombroso, “L’uomo delinquente”, en el cual este genial italiano, basándose en estudios antropométricos, describe las facciones y fisonomías propias de los asesinos seriales y malandras de todo tipo. Pero como todos los talentos de avanzada, sus trabajos han sido falazmente atacados por mequetrefes y pelafustanes. Otro genio incomprendido.
     Desvío la mirada rápidamente y un ciclista con una remera llena de avisos publicitarios pasa veloz por la línea de llegada, luego aminora la marcha y aprieta un botoncito en su reloj cronómetro.
     —¿Cómo anduvo eso, Torito? —le pregunta el tipo de casco bordó cuando pasa frente a ellos.
     —Casi tres segundos bajo mi marca —contesta el ciclista y se aleja por la recta pedaleando despacio.
     —¡Grande, Torito!, ¡grande nomás! —gritan los tipos mientras aplauden y ovacionan a su compañero.
     Un pelotón de cinco ciclistas pasa ahora frente a nosotros. Van todos juntos en fila, uno atrás del otro; cada tanto alguno se adelanta, cambian posiciones y siguen avanzando. El ruido de las llantas al rodar sobre el asfalto de la pista se parece al murmullo de un enjambre de abejas enloquecidas.
     —Como diría El General, “el movimiento se demuestra andando” —le digo a Amadeo y me pongo de pie—. Sigamos con la búsqueda; mi plan es el siguiente: usted me guarda todas las cosas y se me pone a dar vueltas con su bicicleta, despacio, por los andariveles exteriores, pero con la cuarenta y cinco dentro del bolso lista para entrar en acción. Yo voy a entrar a dar vueltas con mi bicicleta para confundirme con el pelotón y escuchar las conversaciones; seguro que el asesino va a pisar el palito, algún indicio se le va a escapar. El subconsciente nunca miente, Amadeo. Hay que saber escuchar nada más.
     Terminé de soltar mi plan y me subí a la bicicleta con la prestancia de un corredor experimentado. Mis calzas violeta fosforescentes dejaban ver mis cuádriceps largamente trabajados en el gimnasio de la Bonaerense, en interminables horas de ejercicio, durante más de treinta años. No por casualidad soy el campeón de salto en largo de los torneos interpoliciales “Chapadmalal ‘97”. Daba gusto verlos a esos pendejos recién salidos de la Vucetich mientras un veterano les pintaba la cara: Qué le vas a hacer…, derecho de piso que le llaman.
     Mi excelente estado atlético me permitió acercarme al pelotón de ciclistas sin problemas. Al rato ya me habían adoptado como uno más de la colmena y empezaban a darme charla. Me inventé un pasado de corredor campeón que se había retirado por un viaje a Europa y que, ahora, a mi vuelta a la querida patria, buscaba integrarme al glorioso grupo de ciclistas bonaerenses. Mi historia cayó bien entre la concurrencia y de a uno se me fueron acercando a darme consejos y datos frescos sobre el ambiente ciclista. Así me enteré de que el presidente de la comisión directiva era el Pelado Magaldi: tri campeón sudamericano en la década del ’80; ilustre ciclista quien tuvo que retirarse tras su desgraciado accidente cuando en plena competencia se le cruzó un vendedor de panchos, una lluviosa tarde en el velódromo de Lanús.
     —Era la única forma de pararlo al Pelado Magaldi; la única, te garanto —me confiesa un tipo canoso de torso escuálido y piernas fibrosas. Algo en la camaradería cómplice que se ha generado me hace sentir a gusto. Ninguno parece ser el asesino.
     Sin embargo, mi instinto de detective me lleva a acercarme a un tipo joven, de pelo largo y mirada torcida, que hasta ese momento no me ha dirigido la palabra
     —¡Vos nunca corriste en tu puta vida!, ¡son todos camelos! —me dice a modo de saludo cuando me pongo al lado suyo con mi bicicleta.
     Aquella afirmación me tomó de sorpresa pero el aplomo que me caracteriza, y que me ha salvado en más de una situación comprometida, me lleva a refutarle con voz segura:
     —Hace tiempo que no corro, es cierto…, estuve fuera del circuito. El mango, siempre atrás del mango. Había que parar la olla y me tuve que ir a España a laburar de lava copas. De la bronca no me subí a una bicicleta en cinco años.
     El tipo no me contestó. No lo vi muy convencido pero su silencio me dio pie para soltarle una pregunta:
     —¿Siempre venís a correr acá?
     El pibe me volvió a mirar. Me estudió de arriba abajo como si tratara de descifrar algún enigma escrito en mi cara:
     —¿Vos no serás un bufarrón, no?: esas calzas violeta parecen más de travesti que de ciclista.
     Acto seguido aceleró la marcha y se alejó del pelotón.      Aunque estoy acostumbrado al trato descortés de los malandras, me reintegré al grupo un tanto confundido. Sería una deducción de principiante sospechar de este muchacho: por lo general el asesino es el menos sospechoso.
     Por un rato me quedé pedaleando en último lugar, meditando en silencio.
     Aunque no tenía ninguna pista firme, me inclinaba por el tipo canoso: demasiado condescendiente, siempre con una sonrisa para todos. Estoy sumido en mis pensamientos cuando lo veo a Amadeo que me saluda con la mano desde el andarivel exterior.
     —Es mi sobrino —le comento al resto del grupo como para no despertar sospechas—. Lo quiero introducir en el ambiente ciclista.
     —Esto es así. De a poco le vas tomando el gustito a la bicicleta y cuando te quisiste acordar ya estás entrenando todos los días. Es un vicio, propiamente como un vicio —comenta el canoso y cada vez me parece más sospechosa su predisposición amigable.
     Poco a poco los integrantes del pelotón se van yendo y cada uno me saluda con efusión al alejarse. Parece que le he caído bien al grupo, aunque no descarto la posibilidad de que todo sea una enorme farsa montada para encubrir al asesino. El sol comienza a ocultarse tras los eucaliptos y el cielo se cubre de un color mezcla de naranja y amarillo; asoman las primeras estrellas y el ruido de los grillos con su canto monótono contribuye como telón de fondo a un atardecer que es propiamente para una foto, de esas que ganan los concursos de las revistas.
     De pronto descubro que estoy andando solo por la pista; y hay algo que anda mal: ya di tres vueltas y ni rastros de Amadeo. Se me ocurre que lo más prudente sería ir hacia la casilla del cuidador y ver si Amadeo está charlando otra vez con él pero hay algo que me impulsa a seguir pedaleando.
     Ya es noche cerrada y unos focos de neón dispuestos cada tanto alumbran el circuito. El asfalto brilla con una luminosidad grisacea y los cascarudos y polillas trazan vuelos frenéticos alrededor de las luces. Hay algunos tramos en los que faltan los focos y apenas puedo vislumbrar las líneas blancas de los andariveles.
     Una sensación extraña se ha apoderado de mí: sobre la bicicleta, pedaleando a toda velocidad, me siento fuerte, gigante y feliz; el aire que choca contra mi frente parece transformarse en energía como si se fundiera con mi cuerpo a través de una inexplicable fusión atómica. Siento que cada centímetro que recorro en lugar de quitarme energía, me la agrega. Sólo me interesa seguir pedaleando y pedaleando hasta que algo suceda. Estoy unido a mi bicicleta en una deliciosa comunión, fuera de toda lógica.
     Un sonido me trae de vuelta al mundo; es un murmullo que se va acercando desde atrás hasta que se instala pegado a mis espaldas como un zumbido molesto. No dejo de pedalear –el rostro contraído, la mirada fija en el andarivel– hasta que de pronto una figura se dibuja a mi costado. Entonces reconozco al pibe de pelo largo que se había alejado del pelotón. Su pelo ensortijado se sacude en el aire mientras se me adelanta.
     Redoblo mi pedaleo y consigo quedar pegado a su rueda trasera. Su melena parece querer hipnotizarme y su olor penetrante inunda el ínfimo espacio que nos separa; ambos llevamos la misma velocidad y parece que fuéramos un solo cuerpo que avanza; casi pegados nos adentramos en la recta final hasta que con un esfuerzo extraordinario acelero aún más la marcha, le doy un leve toque a su rueda trasera y la bicicleta del pelilargo vuela por el aire junto con él. ¡Loco de mierda! ¡Sos un loco de mierda! —grita el pibe y escucho sus alaridos que se van perdiendo detrás de mí. Avanzo y avanzo sin mirar atrás; me siento un grandísimo ser, un héroe mitológico que vuela sobre su caballo presuroso: las ruedas son alas y el viento que choca contra mi cara es el néctar del que me alimento para acelerar a la velocidad de la luz en mi carrera justiciera. Paso por la zona de los eucaliptos a toda velocidad y agarro la curva con una leve inclinación de mi cuerpo. Ahora me encuentro otra vez sobre la recta final y a lo lejos, pero cada vez más cerca, veo al pelilargo que trata de incorporarse con movimientos torpes. Un farol le da de lleno sobre la pelambre enmarañada y Amadeo entra en escena con intenciones de ayudarlo a levantarse.
     Ya no puedo acelerar más. Todo mi cuerpo es un mazacote de músculos tensos y la transpiración recorre toda mi piel a la misma velocidad que la sangre se dispara por mis venas. Avanzo hacia la llegada. Soy un bólido lanzado desde el espacio directo hacia ese cuerpo que sacude sus brazos suplicantes; cada vez más agitado, cada vez más cerca, hasta que la figura del pibe se sacude frente a mí. Después… un ruido de huesos que se rompen, un sabor amargo en la boca y el rostro de Amadeo que se recorta sobre un cielo negro con estrellas. Lo último que recuerdo es un farol de neón que no deja de prenderse y apagarse y el sonido de una rueda de bicicleta girando en el aire. Luego: la oscuridad total.

     Cuando vuelvo a abrir los ojos me encuentro en mi cama; está sonando la campanilla del teléfono. Trato de incorporarme para atender pero un dolor en la espalda me obliga a quedarme boca arriba. Escucho a Amadeo que atiende desde la cocina:
     —En este momento el inspector García no puede atenderlo pero si me deja su nombre lo llamará a la brevedad.
     —Acá estoy, Amadeo; ya estoy despierto ¿Quién llama?
     Amadeo se disculpa en el teléfono y se acerca a mi lado.
     —¿Ya está bien, jefe?, ¿le duele algo?
     —Un poco la espalda, ¿quién es?
     —Es el comisario en jefe de la departamental, dice que es urgente.
     —Páseme el teléfono, Amadeo… ¡Qué espera!, ¡no sea salame!
     —Buenos días, señor comisario en jefe. ¿A qué debo el honor de su llamado? —digo tranquilo mientras me acomodo sobre los almohadones.
     —Inspector Aristóbulo García, tengo el placer de informarle que a partir del día de la fecha usted ha sido promovido a comisario de la Seccional Lomas de Zamora. Felicitaciones. Mañana mismo será la ceremonia de promoción.
     —Y… ¿a qué debo este inmenso honor, estimado comisario en jefe? —pregunto, apenas con un hilo de voz.
     —El destino siempre es justo con quienes se lo merecen, comisario García. No me asombra que este nombramiento lo tome de sorpresa, luego de lo injusto que ha sido con usted el ex comisario Garrido. Resulta que por casualidad, en una reunión de camaradería hace un par de días, el ex comisario Garrido nos comentó, con tono burlón, los pormenores de la teoría de uno de sus investigadores acerca de los misteriosos asesinatos del mes último: Teoría que calificaba de absurda e incoherente y en la que usted aseguraba que el próximo asesinato sería cometido por un ciclista en el velódromo Municipal de Lomas de Zamora.
     —Efectivamente, señor comisario en jefe. Se trata de mi teoría sobre el ciclista serial por la cual ese mediocre de pacotilla me relevó del caso.
     —No se ofusque, comisario, no se ofusque: la verdad siempre está del lado de los justos. Esta mañana, mientras hojeaba el diario, me encontré con la triste noticia. ¿La leyó usted?
     —No. Acabo de despertarme.
     —Entonces paso a leerle. El titular del matutino policial dice así: “Lomas de Zamora. Macabro hallazgo. Un individuo de sexo masculino de unos veinticinco años de edad fue hallado muerto en el velódromo Municipal de Lomas de Zamora. El occiso se hacía llamar “El Gringo” y era un reconocido ciclista del círculo bonaerense. El joven recibió un traumatismo de cráneo que le produjo la muerte instantánea. El cuidador del parque y sus compañeros hacen mención a un extraño ciclista que apareció aquella tarde acompañado por su sobrino. Junto al cuerpo de la desgraciada víctima, además de su propia bicicleta destrozada, se encontró una bicicleta de competición partida al medio y otra de paseo, inglesa, color azul, en perfecto estado. Fuentes no oficiales indican que la policía estaría tras la pista de lo que han dado en llamar El Caso del Ciclista Serial”. Eso es todo, comisario. Y si el señor Garrido hubiera prestado atención a sus geniales deducciones es probable que hoy no tuviéramos que lamentar el deceso de este inocente muchacho. Lo veo mañana en la ceremonia, comisario. Buenos días.
     —Buenos días —contesté con un suspiro y le acerqué el teléfono a Amadeo para que cortara.
     —¿Qué pasa, Jefe?, ¿se complicó el asunto?
     —No Amadeo, todo lo contrario. Al fin alguien ha valorado mi genio. Yo sabía que esto iba a pasar alguna vez. Póngase la pava para unos mates y ábrase el pan dulce que quedó de la navidad pasada. Estamos de festejo.
     —Como usted diga, jefe.
     —Amadeo —le dije cuando lo vi que enfilaba para la cocina—, de ahora en adelante no me llame más jefe, llámeme comisario: el comisario Aristóbulo García. Un genio entre mediocres.

2 comentarios:

Adriana E. Chappetti dijo...

BUENISIMO!!!!!!!!!ME ENCANTO!!!

Melina Litauer dijo...

Me encantó leer tu cuento. ¡Muy ingenioso!
Espero que, el comisario Aristóbulo García, ahora encuentre el verdadero asesino.