Este jueves leo una crónica inédita en Naranjas Azules Parlante.
También leen sus textos de viajes: Matias Capelli, Gonzalo Beladrich y Ezequiel Ábalos
Fragmento del texto que leí:
Día 45: Uppsala, 1 de febrero de 2006
Desde Estocolmo son ochenta kilómetros que hacemos en un tren eléctrico que parece que flotara; en lugar de chirridos y motores se oye un silbido futurista. No tenemos la más remota idea de lo que vamos a encontrarnos al llegar a Uppsala, ciudad cuyo nombre me recuerda a Dersu Uzala: una peli de Akira Kurosawa donde hace mucho frío todo el tiempo. Afuera todo es blanco, hace veinte grados bajo cero y lo único que tenemos claro es que hay que abrigarse mucho antes de salir del tren.
Nunca estuve en un lugar con nieve y tengo la sensación de que cuando pongamos pie en tierra nos vamos a congelar al instante. Dos estatuas pegadas al andén. Pero resulta que no. Los suecos tienen un dicho, que aprenderé más adelante: "No hay mal tiempo, sino mala ropa"; y aunque puede sonar demasiado optimista, la verdad es que si te abrigás como dios manda la cosa se lleva con altura.
Bajamos al andén desolado y lo único de nuestros cuerpos que hace contacto con el aire helado son dos círculos pequeños por donde asoman ojos, cejas y nariz. La boca y el resto de la cara, dentro del gorro de lana; el torso, allá lejos, parapetado tras una cuádruple capa formada por campera, pullover, buzo y camiseta; doble pantalón; doble par de medias; botas; bufanda; guantes. Andamos torpemente por la nieve como dos ekekos lunares con pasos de astronauta. Llegamos como podemos hasta la plaza, que se distingue del resto de la blancura porque tiene una estatua antropomorfa y una cantidad descomunal de bicicletas: toda una manzana cubierta por un entramado confuso de manubrios, caños y ruedas que asoman entre la capa de nieve.
Sólo hay un taxi. Le hablo en inglés al tipo que dormita y le digo la dirección donde tenemos que llegar. No dice más que "ok" y abre el baúl. Metemos las mochilas y nos tiramos de cabeza al asiento de atrás. Da la impresión de que somos los únicos seres vivos en ese planeta en el que todo es blanco. No hablamos, porque aunque lo único que hay son calles desiertas, cada uno mira con ojos azorados a través de su respectiva ventanilla como si estuviéramos frente a una enorme pecera poblada de seres fabulosos. En el primer semáforo en rojo, el auto se detiene; el chofer espera con parsimonia hasta que la luz se pone en verde. Supongo que cuando lleguemos al centro de la ciudad habrá algo abierto, pero me equivoco. Desembocamos en una calle angosta que bordea un arroyo flanqueado por árboles enormes. De los árboles cuelgan ristras de lucecitas blancas que se enredan entre las ramas peladas. Los carteles de las calles tienen nombres que parecen trabalenguas: kungsgatan, strandbodgatan, bangårdsgatan. "Gatan" debe significar "calle", deduzco.
Detrás de los árboles asoma una iglesia altísima de ladrillos rojos. Remontamos una cuesta. Yo sigo leyendo los nombres de las calles y me resulta imposible imaginar que esos trabalenguas impronunciables terminaran convirtiéndose en nombres cargados de significados queridos. Planeamos quedarnos un año en esa ciudad de postal navideña, y es imposible que sepa ahora que en ese bar frente al que el taxi pasa como si nada, el Flustret, que ahora está cerrado y me parece una jaula, vamos a emborracharnos con Álvaro, un boliviano que me va a dar una mano de oro para conseguir trabajo; tampoco puedo imaginarme, ni remotamente, que en ese otro bar, el Redrum, vamos a ver los partidos del mundial con Alex, un catalán que voy a conocer en el curso de sueco para inmigrantes y que dejó atrás el descontrol de Barcelona para encontrarse con su chica en esta ciudad de cuento; tampoco tengo manera de saber ahora, mientras el taxi cruza el puentecito de piedra, que en esa casa cuadrada, pintada de naranja, funciona el Luna, un Centro Cultural latino que dirige Sonia, la esposa de Álvaro, también boliviana, que se exilió en la época de Banzer: en ese Centro Cultural voy a dar talleres de escritura creativa a un querido grupo de chilenos, colombianos, bolivianos y uruguayos; y mucho menos puedo imaginarme que en una piecita al fondo, van alojarnos cuando nos quedemos sin casa; allá, donde hay una curva que sube hasta el puente, funciona radio Latinamerika donde voy a tener una sección en el programa de Ricardo en la que leeré cuentos latinoamericanos (por estas lecturas, en la comunidad latina van a bautizarme como "el cuentero"); en ese pub, el Fredmans, voy a trabajar un tiempo en la puerta, cobrando la entrada, el dueño se llamará Pute, un sueco coloradote que tiene la carne del cuello quemada y viste trajes a rayas colorinches y brillosos que cambia cada noche; enfrente están las oficinas del diario que voy a repartir por las madrugadas, cuando llegue el verano; allá vivirán James y María; Sara, nuestra querida tía postiza, en aquel edificio; Kerstin y Alex en el otro, Hernán y Anakaren, Cristián y Karina, Vana, Henrik... Y si en ese momento alguien me hubiera dicho algo de todo esto no le hubiera creído una palabra. Pero mejor así. Mejor no haber sabido nada. Mejor estar medio temblando y no de frío. Mejor estar entre entusiasmado y aturdido en esa noche en que para mí esa ciudad es sólo nieve. Pura incertidumbre. Ciudad hoja en blanco.
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